Algo de teoría

La antropología contemporánea y el reencuentro con la experimentalidad en los 90.

El enfoque teórico metodológico de esta investigación viene definido por la antropología contemporánea y más específicamente por las corrientes postmodernas de la disciplina que inaugura la publicación en 1986 de Writing Cultures. Si bien es cierto que la publicación de este libro parece marcar un antes y un después en el carácter experimental de la disciplina, no podemos olvidar que la crisis de la representación en antropología comienza ya en los años 50 del S.XX y encuentra en etnógrafos como Rouch, Deren o Batesson algunos precedentes rupturistas con aquellos que abogaban por la rigidez y la infalibilidad de un método propio que querían adjetivar como científico (Sama, 2017). En todo caso, Writing Cultures inaugura un nuevo marco desde el que pensar la disciplina no como corpus teórico lineal y evolutivo, sino como un espacio diverso donde las fugas a la experimentación quedan legitimadas por la incapacidad de aprehender el mundo si se excluye la propia mirada subjetiva (situada y posicionada) de las propias etnógrafas.
Marcus (2006) fue el primero en tomar en cuenta que si bien la crítica a la disciplina que supuso Writing Cultures quiso abrir una brecha para alternativas a la metodología clásica malinowskiana, lo que acarreó fue un giro marcado hacia la elaborada producción de textos en antropología, cerrando en gran medida la puerta a la experimentación en otros formatos. Después de este giro que podemos denominar logocentrado en la antropología, el propio método etnográfico parecía ser el último bastión para legitimar académicamente este ámbito disciplinar y ha sido muy difícil e incluso ha estado ampliamente sancionada y denostada la experimentalidad con nuevas prácticas de acercamiento al estudio de las culturas, como pone de relevancia la acusación de iconofobia a la que alude por ejemplo el antropólogo Lucien Taylor (1996).
Pese a las dificultades internas que han tenido que atravesar las voces disonantes con la antropología clásica -o tan solo las voces inquietas con nuevos modos de investigar- la pulsión experimental de la antropología estuvo en el mismo comienzo de la disciplina antropológica y en gran medida se pone en relación con las prácticas artísticas audiovisuales que inauguran la contemporaneidad en el arte y que privilegian la fotografía primero y el cine poco después, como las nuevas herramientas de representación, indagación y elaboración del mundo sensible tal y como han rastreado varias autoras (Pink, 2006. Grimshaw, y Ravetz, 2015. Macdougall, 2006. Sama, 2017). Mafe Moscoso (2020) ha realizado una pequeña introducción a la etnografía experimental en la que señala tres tendencias en la misma: la que se preocupa por el vínculo entre la etnografía y el arte, la que centra su interés en la producción de objetos y por último la que incluye en sus propuestas los estudios sensoriales y que quieren de algún modo, llevar el cuerpo de regreso a la investigación.Efectivamente estas tres tendencias existen y pueden solaparse e interactuar entre sí, es más, si tenemos en cuenta a Alfred Gell (2016) y su propuesta de otorgar “agencia” al arte, vemos como no podríamos separar la producción de objetos con la relación íntima entre la antropología y el arte donde inevitablemente se encuentra lo sensorial.

Lo interesante de esta propuesta o enfoque es que nos sitúa ya lejos de un marco epistémico clásico donde el arte se constituye como objeto de estudio de la antropología y que ofrece datos sobre culturas o formas de vida. En el momento en que podemos hablar del arte como agencia, lo emancipamos del análisis simbólico al que tradicionalmente se le destina y abrimos la puerta a nuevos modos de pensar en él, sobre él, o a través de él, y, por lo tanto, a nuevos modos de pensarnos en relación a él como investigadoras. Se nos abre un terreno híbrido, un espacio transdisciplinar que hoy podemos nombrar y situar gracias a una genealogía no lineal pero sí fecunda, de prácticas que se sitúan en y entre el arte y la antropología.
Es en este relato del devenir disciplinar de la antropología contemporánea el que me sirve para enmarcar y situar el lugar epistémico de esta investigación, pues me posibilita pensar desde allí pero no solo, también me permite hacerlo contra allí como hiciera la antropología feminista Abu Lugod (1991) y fuera de allí como nos señalan las corrientes anticoloniales y perspectivista (Viveiros de Castro, 1998) y me facilitan encontrar la refracción que persigo en mi búsqueda de lo antropológico y lo artístico.
En este sentido, este trabajo contribuye a un debate aún más hondo en la disciplina antropológica que tiene que ver con su propia esencia y construcción disciplinar. La dialéctica entre la antropología clásica hegemónica (que entiendo alineada con un pensamiento occidental, euro y anglo-centrado, positivista y masculino) y la vertiente más experimental o multimodal donde pretende inscribirse este trabajo, quedaría demasiado reducida si no incluimos en el debate el perspectivismo amerindio de la antropología decolonial, que no solo señalan un giro epistémico y metodológico a través del desmantelamiento de un sistema que sostiene la colonialidad del poder y señala por tanto la colonialidad del saber-, sino que también aporta herramientas hacia un giro ontológico que persigue reestructurar de nuevo la antropología para hacerla capaz de responder no solo en un tiempo sino también en un espacio no eurocentrado, no blanco y no colonial.
Este giro ontológico tiene que ver, entre otras cuestiones, con cómo ser capaces de pensar en las articulaciones de los humanos y no humanos como comunidades capaces de poner en relación agencias que nos “hacen hacer” (Latour, 2013), que nos hacen actuar y conseguir superar el antropocentrismo clásico que aún acarrean las artes y la antropología. Se trataría de ser capaces de pensar la antropología y el arte en relación, no supeditados, pero tampoco interconectadas, se trataría, parafraseando a Marisol De la Cadena (2016) de “des-separar” la antropología y el arte, y de encontrar “mediaciones más que interconexiones” entre ambas (Latour, 2013), de pensar la antropología y no solo… o de poner en marcha prácticas artísticas, pero no solo.

Arte y antropología

La experimentalidad en la antropología contemporánea es un lujo que, como ya ha sido señalado en numerosas ocasiones, Clifford (1989), Marcus (2010) o Grimshaw et al. (2014) pocas antropólogas se pueden permitir. Al contrario ocurre en la práctica artística, habitualmente marcada por la búsqueda de la novedad: nuevos lenguajes, nuevos formatos, nuevas maneras de presentar y explorar el mundo han estado siempre en el devenir del arte contemporáneo desde su definición a finales del S.XIX, por lo que no sorprende la rápida y fructífera relación que muy pronto comienza a establecer el arte con la etnografía como método y medio de producción (audio) visual.
Dentro de este marco general de indagación y contexto, esta investigación se fundamenta con las contribuciones que tanto antropólogas como artistas están realizando particularmente en las últimas dos décadas, y que persiguen forzar los límites y cruzar fronteras entre dos disciplinas que se ayudan a pensarse a sí mismas.
Como he señalado en el apartado anterior, el giro epistémico que supuso redefinir el objeto de estudio de la antropología abre la puerta a finales de los años 90 a cuestiones hasta el momento no centrales en la disciplina, (al menos no explícitamente) como la reflexividad, las cuestiones de actancialidad y performatividad, o la ampliación de la noción humanista de “agencia” dada por Giddens (1990), cuestiones éstas que se relacionan íntimamente con ciertas preocupaciones que el arte ya había revelado en los
90 a partir de dos ensayos fundamentales, “El retorno a lo real” de Hal Foster (1996) y
“Estética Relacional” de Nicolás Bourriaud (1998).
Foster escribe sobre lo que en su parecer es un cambio de paradigma similar al que supuso la tesis de Walter Benjamin en 1934 cuando escribió “El autor como productor”. Partiendo de la superación del arte como representación, que llevan a cabo todas las vanguardias artísticas de la primera mitad del S. XX, ahora se trataba de entender que la creación estaba virando al terreno de lo real, y especialmente a partir de los años 70 del S.XX al espacio social donde se estaban librando algunas de las grandes batallas identitarias en occidente y Latinoamérica.
Por su parte, Bourriaud (1998) sostenía que “el arte es la organización de presencia compartida entre objetos, imágenes y gente” (p. 16) poniendo en evidencia necesaria la cuestión de la interacción de los públicos con las obras artísticas y abriendo los debates sobre la potencialidad del arte en su contexto social.
Esta tesis, a priori bastante interesante para explorar en su relación a las posibilidades con la antropología, quedó en mi opinión un tanto opacada al ponerla en relación con un grupo de artistas que realizaban propuestas de tipo “interactivo” con el público, que llegaron a cotizar en el mercado del arte con grandes sumas de dinero y que en algunas ocasiones se encontraban bastante alejadas de una intervención real en su contexto.
En todo caso, el término de “arte relacional” que ofrece Bourriaud está ampliamente instalado en la crítica del arte y podemos utilizarlo como un concepto útil para explorar en las relaciones entre el arte y la antropología, aunque teniendo en cuenta posteriores ensayos y acercamientos que han continuado redefiniendo y ampliando este concepto desde la intervención de lo social y el contexto. (Ardenne, 2009. Claramonte, 2008. Bishop, 2012).
Expuesto este contexto y los precedentes, quiero señalar que el lugar del arte y la antropología en que me interesa enmarcar este trabajo tiene más que ver con las “hibridaciones expansivas” que nombran Anna Grimshaw y Amanda Ravetz (2015) o con “cruzar los bordes entre las disciplinas” (Schneider y Wright, 2006: 3) que en ejercer un intercambio de metodologías entre ellas, no se trata tanto de que la antropóloga se convierta en artista o la artista en antropóloga como en reconocer que nuestras prácticas se cruzan y se hibridan si conseguimos deshacernos del marco categórico positivista que las oprime y reduce en sus posibilidades de producción (creación) de cultura.

Grimshaw y Ravetz (2015) hacen una radiografía de las principales aperturas que exploran el intercambio entre arte y antropología y que posibilitan una ruptura radical con la tradicional antropología del arte, preocupada por el estudio de los objetos y sus representaciones. En su articulo, las autoras señalan tres tendencias que encarnan tres antropólogos, Schneider, Ingold y Ssorin Chaikov.
A Schneider, junto con Wright, le debemos una temprana fuente de información teórico y metodológica (2006, 2014) además de un amplio catálogo de prácticas (2010) entre el arte y la antropología que ilustran esta renovada tendencia a la experimentalidad en la disciplina. A sus talleres y publicaciones debemos nociones tan interesantes como “border crossing”, apropiacionismo, prácticas colaborativas o performatividad.
En cuanto a Ingold, las autoras resaltan el desplazamiento principal que realiza al preocuparse más por los proceso creativos que por los productos finales, el arte como producto o la realización de obras ya no está en primer plano como en el caso de Schneider y Wright, sino que es justamente el entrelazamiento disciplinar lo que se convierte en el centro del discurso, y la práxis el lugar desde el que abrir la discusión. Para ello es importante aclarar la manera de entender de Ingold la etnografía y la antropología, mientras que la primera nos ofrece el trabajo de descripción y documentación, una relación restrospectiva que hacemos de algo o acerca de algo, la antropología la entiende como un modo de conocimiento práctico, que tiene un comportamiento prospectivo entendido como aquel capaz de generar modos de conocimiento en colaboración/ junto a las otras. Situar la antropología como un medio para hacer mundos es en si mismo el anclaje perfecto para dialogar con las prácticas artísticas colaborativas contraculturales o no mainstream, que no tienen tanto que ver con las instituciones del arte y que cada vez es más frecuente encontrarlas en relación con las prácticas de las pedagogías críticas en departamentos educativos de algunos centros de arte, centros culturales independientes, escuelas alternativas o centros sociales autogestionados (Sola, 2019).
El tercer antropólogo que señalan las autoras como referente particular del giro etnográfico en el arte es Ssoren lChaikov, pero se aleja bastante en sus presupuestos conceptuales a la propuesta experimental y transdiciplinar que defiendo en este trabajo: -la praxis como sostenedora de la producción de conocimientos y experiencias y – la conjunción teórico-metodológica en la presunción de una capacidad de “hacer hacer” (Latour, 2008) en el entrelazamiento arte y antropología.
Por otro lado, Strohm (2012) nos propone pensar la relación del arte y la antropología a partir del concepto de experiencia estética que propone Rancière.

“Lo que la experiencia estética activa, particularmente en esos momentos de colaboración entre la antropología y el arte, es una disrupción y redistribución de roles y lugares del antropólogo, y , como reacción a esto, nos muestra por otra parte qué puede ser mirado, escuchado, pensado, dicho y hecho en la epísteme antropológica” (pp. 117)

Pese a la potencia transformativa de este cambio epistémico, el autor recalca que la entrada de la estética como una práctica de la investigación más que como un tema o un objeto de estudio es aún un movimiento absolutamente marginal en una disciplina que continua poniendo las barreras entre lo real y lo imaginado, lo discursivo y lo figurativo o las antropólogas y los sujetos de su investigación.

PRÁCTICAS ARTÍSTICAS COLABORATIVAS

En las últimas dos décadas ha sido frecuente la aparición en la producción artística de las denominadas prácticas artísticas colaborativas (Collados y Rodrigo, 2015. Bishop, 2012. Palacios, 2009). Estas prácticas, muchas veces con distinta denominación o aún sin ninguna, tuvieron su precedente en la explosión de un arte politizado y preocupado de cuestiones del entorno social que emerge a finales de los 60 y fundamentalmente a principios de los 70 en los continentes de Europa y América. Las reivindicaciones de grupos de activistas desde las organizaciones de lucha negra en EEUU, las reivindicaciones por la visibilidad de la pandemia del SIDA, la discriminación de las mujeres y de otros grupos oprimidos, o los asesinatos y desapariciones en Latinoamérica en la época de las dictaduras, por poner solo algunos ejemplos, fueron lugares de intervención de artistas preocupadas en actuar de un modo más directo en cuestiones que afectaban a su entorno o a ellas mismas.
Pese a este precedente que se puede rastrear en la historia del arte contemporáneo, este trabajo no se centra en este tipo de arte activista, sino en lo que posteriormente y fundamentalmente a principios del S.XX ha venido a denominarse como prácticas artísticas colaborativas o “arte contextual” (Ardenne) y que está en relación al denominado “giro educativo” (Rogoff, 2008) que se produce en algunos ámbitos de las instituciones artísticas, principalmente de la mano de los departamentos educativos de los museos de arte contemporáneo (Sola, 2018) aunque no solo.
En estas propuestas de producción artística colaborativa no tiene por qué existir un componente activista ni una intencionalidad explícitamente política a priori, pero si una clara voluntad de que la producción artística sea compartida entre agentes expertos (los llamados artistas) y comunidades o agrupamientos que se organizan en torno a temáticas concretas que les convocan o afectan en su cotidianidad.

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